Los museos abandonados by Cristina Peri Rossi

Los museos abandonados by Cristina Peri Rossi

autor:Cristina Peri Rossi [Peri Rossi, Cristina]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, realista
editor: 13insurgentes
publicado: 1974-01-31T16:00:00+00:00


LOS JUEGOS

El juego lo habíamos inventado Ariadna y yo en una noche de hastío. En el museo, los maniquíes y las estatuas tenían la puntual inmovilidad de los muebles y de la cera: se podía perfectamente circular entre ellos, entre ellas, sin que nada se moviera, ninguna cosa nos sorprendiera con un rápido gesto o un grito desgarrador. Tampoco sé si se llamaba Ariadna, o si ése era un nombre que yo le había inventado, para que el juego fuera más hermoso. (Quizás ese nombre estuviera escrito en uno de esos papeles frecuentes que se hallaban al costado de las momias, sujetos por hilos de seda o pequeños clavos de acero; Ariadna escrito en gótico o en persa en un triángulo de papel al costado de un maniquí de yeso, y yo hubiera recogido su secreta sonoridad en mi oído, para lanzársela a ella durante las noches de museo, las interminables noches en que juntos recorríamos los diferentes salones oscuros, transitábamos las desiertas galerías, visitábamos las tumbas de los muertos, sin oír nuestros pasos siquiera, pues andábamos descalzos). Ariadna en gótico. Ariadna en latín y en persa: nuestro primer juego consistió en la delicada operación de transcribir las diversas leyendas de los muertos en los variados caracteres de las lenguas. Ariadna en griego y en hebreo, de tibias sonoridades césped. Ariadna sinuosa locamente enajenada, recorriendo los salones oscuros del museo, entre las mansas y blancas columnas y el balaustre de madera; Ariadna investigando el profundo vientre de una estatua, donde se agazapaban verdes medusas de esparto y fieltro; Ariadna en las vísceras de antiguas deidades en desuso, y en el tocador; Ariadna reflejada en los espejos azogados de las vitrinas y en el juego de vidrio de las repisas; Ariadna desnuda, céltica, transparente, deslizándose desnuda por los pasillos silenciosos. Una noche la encontré delirante, abrazando una estatua: por los brazos blancos le corría una vena verde, alargada; caminaba sola y descalza a lo largo de los pasillos; del suelo se desprendía como un olor a narcóticos y a jardín. Ariadna infeliz, recorriendo delirante las galerías de espejos y deteniéndose delante del azul, a mirarse los hilos de las venas.

Cuando el juego de traducir viejas leyendas en diversos caracteres no bastó (las largas noches del museo tenían horas infinitas que transitar desde el páramo del parque ya cerrado a las hondas cavidades de los muertos, desde las espadas estilantes en las paredes, a los lóbulos de saurios disecados, en sus nichos; desde el techo atormentado por la penitente bóveda central, al suelo surcado de mosaicos en equívoco pentagrama, desde la filigrana de los palios adosados a las columnas al húmero saliente, un poco prominente, ceñido a su soporte por una tibia red de hilos musculares), las plumas y los pinceles alineados en fila sobre la mesa nocturna alzaron al aire sus magníficos tallos: aquí y allá una mancha de tinta azul, una nube negra o un redondel de espuma, señalaban en la mesa el lugar donde Ariadna había descansado, inventado un lunar, dibujado una crisálida, destacado un rasgo carmesí.



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